Al sonar la campanilla en las estaciones, los pasajeros sabían que llegaba el momento de encaramarse a la escalerilla del coche de segunda y tercera clase (primera en el caso de los más pudientes) y los acompañantes sabían que llegaba el momento de la despedida. Escuchar la campanilla indicaba que se aproximaba un cambio en la vida, pues antaño, el ferrocarril no se usaba por ocio como hoy en día.
Asumir el tilín-tilín no era cosa fácil e incluso podía llegar a ser doloroso, pero más tarde o más pronto había que dar por hecho la realidad.
No sólo eran y son las campanillas ferroviarias las que dan avisos, todos tenemos campanillas en nuestro interior, en el cerebro, alma o corazón, que nos van indicando que se avecinan cambios, pudiendo llegar a ser el reflejo de que alguien nos hace tilín, y en tal circunstancia, seguro que el cambio ese es a mejor.
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